La liberación de presos políticos es siempre motivo de alivio y esperanza, pero también un recordatorio de las profundas cicatrices que dejan la injusticia y el abuso. Para los liberados, recuperar la libertad significa retomar una vida rota; para sus familiares, es el fin de una ausencia marcada por la angustia. Sin embargo, esta alegría no borra el sufrimiento ni los daños irreparables que deja la prisión arbitraria, donde se vulneran no solo derechos individuales, sino los fundamentos éticos de toda sociedad.
Cada liberación es un acto de justicia que, aunque necesario, resulta incompleto frente al daño infligido. Es un símbolo de resistencia frente a un sistema que teme la verdad y persigue a quienes se atreven a cuestionarlo. Pero esta victoria parcial no debe llevarnos a la complacencia. Más de 2000 presos políticos siguen esperando justicia, sus historias ocultas tras números fríos que nos exigen acción constante.
La lucha por la libertad de estos hombres y mujeres no sería posible sin la valentía de familiares, amigos y organizaciones defensoras de derechos humanos. Ellos son quienes sostienen la esperanza frente al silencio y la arbitrariedad. Al mismo tiempo, debemos ser conscientes de que las liberaciones suelen responder a cálculos políticos y no a consideraciones humanitarias, ni mucho menos a ciertos oportunistas que con descaro se adjudican esa pequeña victoria.
Sea cual sea el motivo detrás de estos avances, cada paso hacia la justicia y la dignidad merece ser celebrado, pero también sirve como llamado a redoblar esfuerzos. La libertad nunca debe ser vista como un regalo del poder, sino como un derecho esencial que debemos defender de forma continua. Solo así se honra a quienes aún esperan y se construye un futuro donde el grito de la libertad supere el eco de la opresión.
Dirección Nacional de Centrados en la Gente